jueves, 7 de julio de 2011

“EL FRACASO DEL POETA”

Fue a los 65 años cuando Alberto se dio cuenta de que era un fracasado. Bueno, en realidad hacía mucho tiempo que lo sabía, pero no se había parado a pensar en ello, siempre lo había dejado de lado. Ahora si. 65 años eran muchos años. Ya no quedaba tiempo para hacer planes de futuro. Lo hecho, hecho estaba y lo no hecho, sin hacerse quedaría. Ya era tarde. Sintió angustia, desasosiego, pena de si mismo. Había malgastado su vida, la única vida que tenía, ¡su vida!. ¡Que torpe había sido!. Al principio, cuando aún era joven, se engañaba a si mismo diciéndose que habría tiempo para todo, que lo primero era lo primero, que ya habría tiempo para sus cosas y el tiempo se agotaba y “sus cosas” se habían quedado sin hacer. Se vio reflejado en el espejo. Vio sus ojos empañados por la emoción, por la tristeza, pero ¡Ya era tarde para lamentaciones!. Tendría que asumirlo. A fin de cuentas sería como tantos otros, como la inmensa mayoría de hombres y mujeres que nacían, crecía, amaban, trabajaban, envejecían y morían. Millones y millones de hombres y mujeres como él, pero él un día se había creído distinto, se había creído un creador, un artista, un poeta. ¡Cuán equivocado estaba!. Él era uno mas, como esos millones de personas que cada día transitaban por sus vidas y que finalmente morían y de los que al cabo de un tiempo ya nadie se acordaba. Aquel día precisamente era el de su jubilación. En el espejo vio que una lágrima se deslizaba por su mejilla. ¡Había desperdiciado su vida! Y era su vida, suya, de nadie mas y la única. Ya no había marcha atrás, no podría hacer las cosas de otro modo, todo estaba consumado.
Alberto recordaba sus años de juventud cuando con 18, 19 o 20 años, soñaba con ser un poeta. Recordaba su correspondencia con otros jóvenes de su edad y con sus mismas ilusiones, sus primeros escritos, sus primeros poemas, ¡con cuanta ilusión se los intercambiaban él y sus amigos!. Cada uno era de un lugar distinto, Bilbao, Barcelona, Alicante, San Sebastián, Gijón o, como él, de Cádiz. Pero todos confluían en Madrid. Allí iba de vez en cuando y se reunía con otros aprendices de poeta como él. También les gustaba, a él también, el cine y además de poesías escribían críticas y comentarios en las revistas de aquella época como Film Ideal o Nuestro Cine. Eran admiradores del Cine Americano y de los clásicos como D.W. Griffit y repudiaban el cine intelectual europeo salvo, quizás, a Godard.
Un día apareció José María Castellet del que todos tenían referencias y empezó a hablar con ellos. Pretendía escribir un libro que incluyese poemas de todos ellos, de los mas mayores como Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión o José María Álvarez, que serían los “Senior” dentro del libro y Félix de Azúa, Pedro Gimferrer, Vicente Molina Foix, Guillermo Camero, Ana María Moix, Leopoldo María Panero y él, Alberto Sandoval, que serían la “coqueluche” dentro del libro, que llevaría por título, “Diez poetas novísimos”.
En Madrid visitaba frecuentemente, casi siempre en compañía de su amigo Vicente Molina Foix, al poeta Vicente Alexandre en su casa de la calle Velintonia nº 3 que se convirtió en una especie de santuario al que acudían jóvenes poetas en busca de la palabra reconfortante del viejo poeta.
Y de repente todo cambió para él. Su novia le comunicó que estaba embarazada. Ella tenía 18 años, él 20. Estaba de tres meses y pronto sería imposible ocultarlo. Se lo dijeron a sus padres. Aquello fue para todos un gran disgusto. Su familia era muy religiosa y muy conservadora. No podían enfrentarse a la vergüenza de que su hija tuviese un hijo sin estar convenientemente casada y mucho menos, por supuesto, podían pensar en un aborto. La vida de un ser humano era sagrada, intocable. Aquella pasó a ser la principal preocupación de Alberto. La literatura, el Arte, las amistades intelectuales, todo pasó a ocupar un segundo lugar. Él no trabajaba, no había trabajado nunca. Quería a su novia y pensaba casarse con ella. Ese no era el problema. Se habría casado con ella de todas formas, pero no tan rápidamente, no con tanta premura y no con vergüenza y a escondidas. El padre de su novia le dijo que había hablado con un íntimo amigo suyo que tenía negocios de construcción en Venezuela y que le había ofrecido para él un puesto de administrativo en sus oficinas. Esa sería la solución. Se casarían en una ceremonia íntima, a las siete de la mañana, sin invitados y después se irían a Venezuela. Allí nacería el niño y a los amigos y familiares no se lo dirían hasta nueve meses después de la fecha de la boda. En un par de años podrían volver y ya nadie se acordaría ni de su boda ni de su viaje. Todo sería normal. A la vuelta él ya tendría una experiencia y no le costaría trabajo encontrar un trabajo. Y sin apenas darse cuenta se encontró en Venezuela con su mujer embarazada. La verdad que ambos se aclimataron pronto a las costumbres de aquel país. No ganaba mucho pero lo suficiente para vivir, pagar un alquiler, permitirse algún capricho. La vida en Venezuela era muy distinta y las relaciones entre los empresarios y los trabajadores, también. En un par de ocasiones tuvo que resolver los problemas causados por la muerte de dos obreros a manos del capataz de las obras que siempre acudía al trabajo con una pistola al cinto y cuando hacía falta usarla no tenía ningún reparo en hacerlo. y sin darse cuenta fue pasando el tiempo. Nació una niña que les llenó de alegría. Se crió bien, sin contratiempos, con buena salud. Después tuvieron otro niño. Él se veía obligado a trabajar de sol a sol. Tenía que hacer todas las horas extras que le proponían. Quería ahorrar para al cabo de un tiempo volver a España. Allí había dejado muchas ilusiones y muchas cosas empezadas que sería necesario terminar alguna vez. No tenía tiempo para escribir, pero tenía muchas ideas y de vez en cuando las anotaba en un cuaderno para cuando tuviese tiempo de sentarse tranquilamente y escribir, escribir, escribir…… ¡lo que a él mas le gustaba del mundo!. A los tres años pudieron permitirse unas vacaciones en España. Era caro y aquello iba en contra de los planes de ahorro que se habían planteado, pero necesitaban respirar, ver a la familia y a los amigos. Se fueron en avión. Pasaron un mes entero en España. Abrazos, reencuentros, promesas y recuerdos que les salían al paso en cada esquina. Pero nada era ya igual. Intentó ponerse al habla con sus amigos poetas pero los notó distantes. No eran los mismos que él recordaba. Castellet había sacado el libro de poesía, pero en vez de “Diez poetas novísimos”, había salido como “Nueve poetas novísimos”. Había sido un éxito. Se dio cuenta de que había perdido el tren, que se había quedado atrás. Terminó sus vacaciones y se volvió con su mujer y sus hijos a Venezuela. Y sin darse cuenta pasaron treinta años. Toda una vida. Su hija se casó con un joven venezolano, arquitecto. Era un buen chico y tenía mas ilusión por instalarse en España que ellos mismos, por eso cuando decidieron volver a casa, ellos se animaron y se vinieron con ellos. En la época en que volvieron a España, la situación económica era buena y el trabajo abundaba. No le costó mucho a su yerno ponerse a trabajar ni regularizar su situación en España, pero las cosas nunca vienen completas y siempre hay algo que hace enturbiar las buenas situaciones. La mujer de Alberto se murió después de sufrir durante años a causa de un cáncer y él y su hijo se fueron a vivir con su hija y su marido. Ellos también habían tenido una niña que se integró sin problemas en el colegio y en el barrio. Era una niña encantadora. Ya tenía ocho años y era educada, aplicada en el colegio, llena de buenos sentimientos y extraordinariamente inocente. No pensaba mal de nadie y eso les daba miedo. Era muy confiada.
La gente del barrio empezó a hablar de un hombre raro que deambulaba por el parque y por los alrededores del colegio. Tendría unos cuarenta años, era alto, delgado, no mal parecido pero con aspecto enfermizo y barba de varios días. Decían que era un exhibicionista y que le gustaban los niños y un día ocurrió lo que tanto habían temido todos los habitantes del barrio. Alguien fue a decirle a Alberto que habían visto a su nieta de la mano de aquel hombre adentrándose en el parque. Sin saber como lo hizo, Alberto recorrió todos los caminos del parque en un santiamén hasta que los descubrió. La niña se resistía a seguir al hombre y él, cogiéndola con fuerza de un brazo, tiraba de ella. Alberto corrió hacia ellos y al verle, el hombre echó a correr y la niña fue a refugiarse en los brazos de su abuelo, llorando.
Los padres de la niña y el propio Alberto, pensaron que la niña no se había dado cuenta del terrible peligro que había corrido. Desde entonces se esforzaron en vigilarla mucho mas y trataron de convencerla de que tuviera mucho cuidado con los extraños y que no hablase con ninguno ni aceptase nada de lo que le ofreciese. Y ahora, allí, frente al espejo, con 65 años recién cumplidos, se veía como un viejo frustrado, un poeta que no llegó a serlo, un artista domesticado que vivía con una exigua pensión bajo la tutela de su hija y de su yerno. ¡Que lejos quedaban sus años de rebeldía y ansias de libertad!. Se sentía inútil y le daba la sensación de que su vida no había valido para nada y a nadie había interesado. Que si él desapareciese como su mujer, nadie le echaría de menos. Era un león domesticado, un viejo sin ambiciones que vivía una vida burguesa, acomodaticia y gris. Hoy le tocaba ir al colegio de su nieta. Era la fiesta de fin de curso y sus padres no podían ir.
Se fue con la niña de la mano y ya en el colegio la dejó con sus compañeros preparando las actividades que iban a hacer para entretener a los padres y demostrarles lo listos que eran, lo graciosos, lo bien que cantaban y bailaba. Alberto se sentó en una de las sillas dispuestas para los familiares, cerca del escenario. Habían ido temprano y había podido escoger un buen sitio. Al cabo de un rato empezó la fiesta. Era como todas las fiestas de los colegios. Músicas pegadizas, niñas y niños que ejecutaban coreografías preparadas con ilusión por los profesores, algún niño que recitaba una poesía y de vez en cuando un descanso para que los padres comprasen algo en el bar instalado por la Asociación de padres o en la tómbola instalada por una ONG para conseguir fondos para los niños de la India. Casi al final de la fiesta le tocó el turno a los niños del curso de su nieta. Alberto ya estaba cansado y deseaba que aquello acabase cuanto antes. Se trataba de que las niñas y niños leyesen los trabajos que habían escrito sobre su héroe favorito. Uno hablaba de Supermán, otro de El Guerrero del Antifaz, otro de Spiderman, otro de Los increíbles y así todos uno tras otro hasta que le tocó el turno a su nieta.
La niña se acercó al borde del escenario con las hojas en la mano y tras unos momentos de duda en los que buscó entre los asistentes a su abuelo, tras comprobar que se hallaba allí sentado, comenzó a leer:

“Mi héroe favorito no es ninguno de los que salen en los tebeos o en las películas. Un día yo estuve en peligro. Un hombre malo intentó hacerme daño. Tiraba de mi y trataba de llevarme con él a un sitio oscuro al fondo del parque, donde hay tantos matorrales y los árboles apenas dejan pasar la luz y cuando ví lo que aquel hombre trataba de hacer, grité y no aparecieron para defenderme ni Supermán, ni El Guerrero del antifaz, ni Spiderman ni los Increibles, quien apareció fue mi abuelo que se lanzó sobre él como si fuera un joven y cuando el hombre malo me soltó y salió corriendo, mi abuelo se lanzó tras él hasta alcanzarlo y se cayeron los dos al suelo y el hombre malo trataba de escapar y mi abuelo no lo dejaba y le daba puñetazos en la cara hasta que apareció un guardia y al ver lo que estaba ocurriendo, se acercó corriendo hasta ellos y cogió al hombre malo y le puso unas esposas y se lo llevó con él y entonces mi abuelo me abrazó y me miró por todas parte a ver si el hombre malo me había hecho algo y después me llevó a casa y no dijo nada de lo que había ocurrido y yo tampoco dije nada aunque después fue la policía a mi casa y todos se enteraron de lo que había pasado, pero cuando estábamos cenando yo le miraba a él y él me miraba ami y nos sonreíamos sin decirnos nada, por eso para mi, mi héroe favorito es mi abuelo que es mas fuerte y mas valiente que ninguno y que yo le quiero mas que a nadie en el mundo…………”.
La niña siguió leyendo durante un largo rato su cuento y Alberto sentía un nudo en la garganta y una fuerte opresión en el pecho y cuando la niña terminó la gente estalló en un fuerte y prolongado aplauso y poniéndose en pie, todos vueltos hacia él, le sonreían y parecían querer pegarle con sus aplausos en su rostro y en su cuerpo, como si cada aplauso fuese un abrazo, una palmada en la espalda o unas “gracias” sinceras y sentidas por su valor y por haberles librado de aquel peligro.
Cuando terminó la fiesta, todo el mundo fue a saludarle y a felicitarle y él veía a su nieta que cogida de su mano le miraba con orgullo y él también se sentía orgulloso. Había conseguido la admiración del barrio y lo que era mas importante, la admiración y el cariño de su nieta. Cuando llegaron a casa y fue al cuarto de baño a lavarse las manos, se miró en el espejo y el hombre que vio no era el poeta fracasado que había visto por la mañana, era el abuelo feliz que tenía una nieta a la que adoraba, que le admiraba y le quería. ¿Fracasado él? ¡Vamos, hombre!. Triunfador en toda regla en lo mas importante, en lo que al menos a él mas le importaba, el cariño de los suyos y el aprecio y la simpatía de las gentes sencillas del barrio, personas como él que trabajaban para sacar adelante a sus familias, gentes normales, no artistas ni poetas, simplemente hombres y mujeres que nacían, vivían y morían como aquellos a los que cantaba Miguel Hernández.




Jesús Almendros
Puertos de Santa María - (Cadiz)

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