lunes, 22 de noviembre de 2010

“LIBERTAD ES MI NOMBRE”

Juan, un joven de quince años, paseaba como todos los días a orillas de la mar por la suave arena de la playa, cerca de las rocas. Le gustaba sentir como las olas rompían a sus pies. A veces mariscaba sin demasiadas expectativas de obtener nada importante, solo pretendía pasar un rato. Camarones, cañaillas, bígaros y alguna almeja era todo lo que conseguía echar al pequeño cubo con el que iba a las rocas y con lo que después, en casa, su madre hacía una sopa que comían ellos dos solos pues su padre y su hermano luchaban contra los franceses y hacía tiempo que estaban fuera de casa. De pronto, Juan vio que algo, o al menos eso le pareció, se movía en la entrada de la cueva que había en las rocas, a una cierta altura. No era un lugar al que se llegara fácilmente. Él había entrado en ella varias veces pero subir hasta allí tenía bastante peligro. No era un lugar al que parejas deseosas de encontrar un lugar apartado, fueran habitualmente. De hecho, él nunca había visto a nadie allí dentro, por eso le extrañó ver aquella sombra. Para satisfacer su curiosidad, a falta de otra cosa mejor que hacer, empezó a escalar las rocas hasta que consiguió llegar a la cueva. Con precaución, sin penetrar en ella, miró hacia su interior pues siempre existía la posibilidad de que algún huido de las tropas invasoras o algún contrabandista armado se hubiese refugiado allí, pero no vio a nadie, sin embargo tenía la sensación de no estar solo. De forma sigilosa entró despacio en la cueva adaptando su vista a la oscuridad del interior. aquello era mas propio de aquellos relatos, aquellos cuentos de misterios, brujas y milagros que algunas noches, al amor de una acogedora lumbre, les contaba su abuelo a él y a su hermano cuando en Cádiz aún había tiempo para pensar en misterios, en brujas y en milagros.
De pronto, en un rincón, acertó a ver una niña, una hermosa chiquilla de apenas dieciséis años, bellísima, sencillamente vestida, con pelo corto, mejillas sonrosadas y una mirada limpia y deslumbrante. Estaba acurrucada en el fondo de la cueva y le miraba entre asustada y esperanzada, con una sonrisa en los labios.
Después del susto y de la primera impresión, Juan se atrevió a preguntarle quien era y ella con una voz vibrante y cantarina le contestó que no se asustara, que al principio siempre ocurría eso, que todos sentían miedo al verla, pero que ella era sencilla y buena. Se llamaba Libertad y según le contó al muchacho llevaba muchos años, siglos, de país en país, de Pueblo en Pueblo, acudiendo a las llamadas que le hacían. Ahora también había escuchado su nombre a gritos. Cuando la conocían, la llenaban de atenciones, de cuidados, pero siempre llegaba un momento en que parecía molestar, estorbar a aquellos que la habían llamado. Había unos personajes siniestros que siempre se encargaban de enfrentarla a sus amigos, de ponerles en su contra. Eran el Poder y el Dinero. Ellos convertían en enemigos suyos a sus amigos por eso ahora quería advertirle a Juan que si quería que ella se mantuviese para siempre con ellos, con Juan y con su pueblo, con Cádiz y con España, debería de prevenirse contra ellos. No bastaba con que la ayudasen y la acogiesen. Ella les ayudaría, les conduciría a la victoria pero debería de conseguir que todos sus amigos, todo el pueblo, se comprometiese por escrito, con sus ideales, con esos ideales que ahora les llevaban a la lucha.
Juan se llevó consigo a Libertad y empezó a convocar a sus amigos, a su padre y a su hermano y a todos sus conocidos y estos a sus amigos y así, unos a otros. Al principio le escucharon con extrañeza, incluso con desconfianza. Pero ¿qué cosas decía aquel muchacho?, ¿Se habría vuelto loco?. Del Mentidero a La Viña, del Pópulo a San Carlos, de la plaza Fragela a Santa María. Todo Cádiz tuvo ocasión de escucharle, de oírle hablar de aquella Libertad que había encontrado en la playa, de unos ideales, de unos anhelos. Hablaba a la gente con tanta convicción en lo que decía que no podían por menos que escucharle. Se empezó a correr la voz, Juan había venido a hablarles de un sueño de Libertad, a la que había encontrado en la playa, pero nadie en realidad sabía que era lo que quería de ellos, para que les llamaba hasta un día en que todo cambió cuando en la bodega del Ventorrillo del Chato, camino de La Isla, rodeado de sus amigos y de muchos hombres, mayores y jóvenes, que habían acudido allí atraídos por el entusiasmo con el que el muchacho los había convocado. En aquella bodega decían que por las noches, cuando los gaditanos no se atrevían a salir de casa, los soldados franceses acudían a beber y a escuchar las canciones de las artistas que allí solían ir a cantar sus coplas y hasta decían que muchas noches, soldados franceses y gaditanos habían coincidido y habían bebido juntos y juntos habían escuchado las canciones de aquellas hermosas mujeres y juntos habían gozado de su compañía.
Juan se presentó ante todos con la niña, Libertad, que permanecía abrazada a él. Todos quedaron boquiabiertos ante aquello que tenían ante sí. Nunca antes habían pensado en ello pero ahora que la tenían delante la emoción les hacía un nudo en la garganta y de los ojos de algunos de aquellos hombres endurecidos por la guerra y las desgracias de la opresión del invasor extranjero, se desprendían lágrimas de emoción, emoción contenida durante mucho tiempo, esperando algo que no sabían lo que era y que ahora afloraba, tomaba cuerpo y les daba seguridad de que realmente era cierto que su lucha estaba justificada, que luchaban por algo que merecía la pena luchar y morir si fuera necesario. Como en sueños habían oído a veces hablar de ella, en murmullos a escondidas habían oído su nombre y ahora estaba allí , ante ellos, ofreciéndose para conducirles a la victoria, para ponerse a la cabeza de todos ellos, para justificar sus sacrificios y sus esfuerzos. Hombres del campo, rudos, de piel curtida por el sol y los vientos de Levante y de Poniente, marineros acostumbrados a luchar cada día con la mar para arrancarle unos frutos que dieran de comer a sus hijos, comerciantes hartos de comprobar como las ganancias de muchas horas de trabajo, de esfuerzo y de ahorro se las llevaban los ejércitos invasores que necesitaban acopiar comida y bebida para las tropas y medios para mantenerlos acampados esperando órdenes sin que se sublevasen contra sus propios jefes. Todos esperaban anhelantes las palabras de aquel muchacho, de Juan. ¿Sería verdad que aun podía haber esperanza?. Era solo un chiquillo temerario y presuntuoso, es verdad, pero llevaba algo en sus palabras que inspiraba confianza, llevaba un nombre, y una niña, Libertad. Ella les dijo que aquello que ahora les movía, debería de quedar plasmado en un escrito para que cuando, pasado un tiempo, todos estuviesen convenientemente instalados en la nueva sociedad que surgiría tras la victoria, no se arrepintiesen de los compromisos adquiridos, no renunciasen a ellos en beneficio propio, no se volviesen corruptos y para ello era preciso que todos firmasen un compromiso, que la soberanía no correspondía a ningún poder extranjero sino a la propia Nación Española entendida como la reunión de todos los ciudadanos. También debería de quedar clara la separación entre quienes hicieran las leyes y quienes las ejecutaran y finalmente las aplicaran. Los ciudadanos deberían de elegir libremente a Diputados que les representasen en una Asamblea, Las Cortes. Todos tendrían derecho a escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de tener que pedir permiso para ello. Se respetarían los derechos de todas las personas y nunca se utilizaría contra ellas ni el tormento ni el apremio. No se podría privar a ningún individuo de sus derechos ni imponerle pena alguna por hacer uso de ellos, salvo que afectasen a la seguridad del Estado. No podría ser allanada nunca la casa de ningún español y ningún español podría ser juzgado por causas civiles o criminales por ninguna Comisión, sino por un Tribunal competente. Todos estaban entusiasmados con la idea de dejar tal como ella quería, escritos sus compromisos en un documento al que llamarían Constitución y así lo manifestaron y prometieron y, finalmente, se reunieron todos, con Libertad a la cabeza, en el Teatro de La Isla y después en Cádiz, en la Plaza de San Antonio y se comprometieron con sus firmas a no renunciar nunca a todo aquello por lo que estaban luchando y la pequeña Libertad fue creciendo y haciéndose grande y fuerte y al frente de todos se enfrentó a los invasores, a sus enemigos y junto con ellos, con su apoyo y su fe en ella, les hizo frente y entre todos, todos juntos, les vencieron.
Nunca supo nadie de donde había venido o quien la había dejado en aquella playa ni por qué siendo mujer y tan joven sabía tantas cosas sobre las leyes y sobre los derechos universales de los hombres, pero eso poco importaba porque ella sería siempre para todos, Libertad, su Libertad.
Juan, sentado en la arena de la playa, miraba al mar. Ya no tenía miedo ni necesidad de alistarse en el Batallón de Tiradores Voluntarios como su padre y su hermano. Ahora sabía que su pueblo era dueño de su destino. La gente volvería a cantar, a confiar en los vecinos sin pensar que cada uno de ellos podría ser un traidor, un afrancesado, que le denunciase. Su abuelo podría volver a contarles cuentos de brujas, de misterios y de milagros porque ahora todos sabían que los milagros eran posibles y los misterios solamente cosas mas difíciles de entender que las cosas sencillas, pero una vez entendidos, también sencillos como la Vida, como el Hombre, como la Naturaleza.


Por: Jesús Almendros Fernandez - Puerto de Santa María (Cádiz)


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